BIG HISTORIES
By Juan Carlos Báguena
Primero de todo quiero agradecer a Solves Sports esta oportunidad para poder escribir, siendo la idea de este apartado la de compartir historias, anécdotas curiosas y divertidas ocurridas dentro y fuera de la pista.
Después de 46 años dedicados al mundo del tenis, puedo decir que he vivido la evolución de este deporte de una manera muy personal. Desde los tiempos en los que jugábamos con las famosas y pesadas raquetas de madera, con cabezas pequeñas (increíble pensar que con eso se jugaba), hasta las raquetas de grafito, mucho más ligeras y que permitían sacar a velocidades que entonces parecían imposibles, por encima de los 100 km/h. No es de extrañar que muchos de mi generación hayan tenido que pasar por quirófano por problemas en el brazo.
Empezamos con las zapatillas de loneta, blancas y planas, que apenas tenían suela. Con ellas, podías sentir cada pequeña piedra de la pista bajo los pies, y después de un partido de tres sets, las ampollas eran algo asegurado. Pero ya sabíamos cómo arreglárnoslas: llevábamos nuestro «kit de reparación» con aguja e hilo para desinflar las ampollas. Usábamos esas zapatillas para todas las superficies: tierra, cemento, hierba… porque no había más opciones.
Las pelotas de tenis eran blancas, aunque acababan del color de los calcetines y zapatillas, marrones. ¿Quién se acuerda de eso? Y tener un par de pantalones cortos y dos polos blancos Fred Perry era lo más.
Comencé a jugar con 11 años, ya cerca de los 80, en el CT Barcino bajo la tutela de Liberto Hernández. Éramos unos 16 niños por pista, en dos filas. Como cualquier niño, admirábamos a los jugadores del club y soñábamos con imitarlos: Roberto Vizcaíno, Fernando Luna, Miguel Mir, López Maeso… Más tarde, llegaría a tener una gran amistad con ellos. A esa edad ni siquiera sabía que existía la ATP.
Con el tiempo, tras muchas horas de frontón y entreno, me vi compitiendo a nivel profesional, sin tener ni idea de lo que significaba ser un «tenista profesional». Pero ahí estaba, metido en este «circo», que terminó convirtiéndose en mi universidad. En ella aprendimos asignaturas como Respeto, Sacrificio, Reconocimiento, Idiomas, Supervivencia, Aventura, Interpretación de Mapas, Enfermería y más. Todo un máster de 12 años.
Fui afortunado de poder viajar con un entrenador, Lluís Bruguera, algo poco común en esos tiempos. Solo había dos grupos de jugadores con entrenador: el mío y el de Pato Álvarez.
El aprendizaje tenístico de esa época era casi autodidacta. No había nadie que nos explicara cómo hacer las cosas, así que improvisábamos mucho. Era un tenis muy creativo, pero poco efectivo, y las derrotas nos enseñaban lecciones valiosas. Nos inspirábamos en los grandes de la época: el saque de John McEnroe, la derecha de Ivan Lendl, el revés cortado de Manuel Orantes… ¡éramos unos soñadores en la pista!
Tras mi etapa como jugador, llegaron muchos más años como entrenador, psicólogo, compañero, amigo, chófer, un poco de todo. Trabajé con jugadores de todos los niveles: desde niños hasta adultos, y volví al circuito WTA y ATP con profesionales. Al principio, esos viajes a torneos eran muy familiares, llenos de camaradería. Sin embargo, con el tiempo, la profesionalización y los altos premios enfriaron ese ambiente. Se perdió un poco la costumbre de ir a animar a un compañero.
Pero el mejor «diploma» que me llevo de esta «Universidad del Tenis» es la cantidad de amigos que he hecho en todo el mundo. Antes, era difícil mantenerse en contacto, pero hoy en día, gracias a las redes sociales, he recuperado esos vínculos. Puedo contar con ellos para lo que sea, y es algo muy bonito.
Aunque en la pista a veces discutíamos o nos lanzábamos alguna que otra palabra poco amable, hoy todas esas tensiones han quedado atrás. Ahora solo quedan las anécdotas y las risas.
¡Viva el tenis!